Recuerdo que era un niño, cuando mi vieja me hacía escuchar a los Huanca Huá por la radio. Yo recién comenzaba con la guitarra en ese invierno casi primavera del 64 en Ituzaingó.
Pasó el tiempo (1982) y me lo encuentro al Chango Farías Gómez vistiendo un jardinero jean, con aritos, su característico bigote y sus lentes bicileta en la Esquina de las Flores (Montevideo y Córdoba). Me le acerqué pese a toda la timidez que tenía; le saludé y el se puso de pié, con esa caballerosidad que suelen tener los hombres de provincia. Le comenté que también era músico, me escuchó, le dí una tarjeta, la leyó lentamente y la guardó en su jardinero.
Al poco tiempo nos vimos en el Café EL MARQUÉS DE SADE, yo tocaba los jueves y él, con su hermana Marián, los sábados. Allí charlamos, compartimos... yo aprendía.
El Chango era la síntesis de una música que se iba gestando en mi ser. Él le dió cuerpo y vida. Me entusiasmaba que la guitarra eléctrica no perdiera al floclore, sino que lo engrandeciera.
Por él conocí a Dino Saluzzi, a Hamlet Lima Quintana, a Peteco Carabajal.
Por su incursión en la política me destrabó del conflicto que tenía en esos años entre el derecho y la música.
Siempre lo he tenido en el panteón de los grandes, junto a Armando Tejada Gómez, Jaime Dávalos, el Cuchi Leguizamón, Larralde, y (pido disculpas si no se entiende) a John Lennon, Duke Ellington, Louis Amstrong, Django Reinhardt y Miles Davis...
El Chango Farías Gómez, ese santiagueño, era así de universal.
El 24 de este mes se nos fué (capaz que para cantarle a mi vieja que partió unos días antes, o tal vez porque Dios quería tenerlo más cerca pa' engullirse una chacareada cósmica) y el vacío es grande.
Sin embargo, y esto no es poesía, la muerte no existe para los grandes.
¡Gracias Changuito!
El domingo va una chacarera en tu honor....
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